Ramsés III: Los intentos por frenar el declive

Egipto fue la mayor potencia del Mediterráneo oriental durante los reinados de los monarcas de la Dinastía XIX. Era la época de los grandes faraones guerreros, Tutmosis I, Tutmosis III o Ramsés II.

Sus ejércitos habían sometido las tierras de Canaán y de Siria, así como tenían sometidos a los pueblos de Nubia. Los monarcas de los reinos más poderosos del Próximo Oriente se habían visto obligados a firmar pactos con los faraones, reconociendo su supremacía en la política internacional. Entre ellos, Asiria, Babilonia o los hititas.

Los finales de la Dinastía XIX se ven envueltos por una tremenda confusión. No se trata de problemas derivados de las posibles amenazas exteriores. Más bien, tendríamos que referirnos a los que los egiptólogos han denominado “conspiraciones de harem”. Numerosos usurpadores intentan hacerse con la doble corona de la realeza, mediante intrigas y usurpaciones. La situación que generó fue de un total caos institucional. La solución final, con el restablecimiento de un cierto orden, sólo vino con la instauración en el poder de una nueva dinastía.

Esta labor sería llevada a cabo por Sethnakht. Era un personaje relevante dentro de la corte, que se había asociado mediante matrimonio con algún familiar del faraón Sethi I. En una de estas conspiraciones habituales en los últimos momentos de la Dinastía XIX, llegó a asumir el trono. Mediante mano de hierro, logró recobrar la paz dinástica en Egipto, dando comienzo a la Dinastía XX (1195 – 1080 a. de C.). Sin embargo, algunos historiadores debaten el verdadero papel jugado por este personaje. Lo cierto, corroborado arqueológicamente, es que su reinado debió de ser excesivamente breve como para tomar medidas de fuerza, ya que ni siquiera pudo concluir las obras de su tumba.

A su muerte, en el año 1186 a. de C., asumió el poder uno de sus hijos, Ramsés III. Toda la historia de su reinado se puede resumir en dos puntos principales: El primero, la resistencia frente a las graves amenazas exteriores; el segundo, el fin definitivo de las querellas dinásticas y el creciente poder del clero.

Ramsés III. Templo de Jonsu, Karnak.

Ramsés III. Templo de Jonsu, Karnak.

En cuanto a su política exterior, más bien de contención que ofensiva, hemos de referirnos a los pueblos del mar. El siglo XII a. de C. se ha caracterizado en todo el Mediterráneo oriental por los movimientos de los denominados pueblos del mar. En la mayoría de ocasiones, estas migraciones fueron especialmente violentas, como lo demuestra el fin del imperio hitita en Anatolia. Egipto ya soportó su amenaza durante el reinado de Ramsés II. Sin embargo, en los momentos a los que nos referimos, este peligro fue especialmente palpable y de mayores consecuencias.

Ramsés III tuvo que plantar defensa en tres frentes diferentes. Por una parte, en el oeste, donde tribus libias habían lanzado un fuerte ataque sobre las defensas egipcias, llegando a penetrar hasta el nomos de Xois. Ramsés les venció y consiguió contenerlos. Sin embargo, las luchas iban a ser constante durante todo su reinado, y no podría evitar que los libios se asentasen poco a poco en el Delta. En el norte, los pulesatim y los tjeker había desembarcado en la costa avanzando por toda Siria. Ramsés III les venció. Incluso, consiguió asimilarlos, estableciendo a muchos pulesatim en ciudades de la costa de Canaán (Actual Palestina). Finalmente, se produjo una rápida invasión marítima en la zona del Delta de nuevos pueblos del mar. Ésta fue atajada rápidamente, mediante una aplastante victoria naval en la misma desembocadura del Nilo en el año 1174 a. de C.

La mayor amenaza, y con mayores consecuencias para el futuro, vino de la mano de las invasiones libias. Los pueblos libios del desierto habían presionado las fronteras occidentales de Egipto desde hacía tiempo. Ramsés II se vio obligado a construir un complejo sistema de fortificaciones para asegurar la defensa. Durante el reinado de Ramsés III, estas incursiones se recrudecieron gracias a la capacidad del nuevo rey libio Meshesher. En un principio, todos los ataques fueron rechazados, pero no impidió que se instalasen paulatinamente en el norte del país. Incluso, muchos fueron acogidos como mercenarios en el propio ejército egipcio. Un general libio mercenario, en el año 935 a. de C., llegó a ser proclamado faraón, inaugurando así la Dinastía XXII (o libia) que dominaría parte del país durante algo más de dos siglos.

Ramsés III se vio obligado a guerrear todos los años de su reinado. Le supuso, por lo tanto, tener que, necesariamente, contar con los servicios de un número de mercenarios cada vez más elevado. Junto a los gastos normales de la guerra, era necesario satisfacer los crecientes honorarios de estos guerreros a sueldo. Entonces, tuvo que solicitar numerosos créditos a los sacerdotes y templos. Pronto, se vio arruinado y en manos de la clase sacerdotal, especialmente del clero de Amón – Ra de Tebas, cuyo gran sacerdote llegó a ser considerado una figura tan importante y con tanto poder como el propio faraón. Al final de su reinado, gracias a donaciones, ofrendas y privilegios, los templos egipcios controlaban directamente el 6% de la población y el 10% de las tierras.

Ramsés III murió en 1155 a. de C. víctima de una conspiración dentro de la corte. Su sucesor, Ramsés IV, marca sin embargo cierta continuidad, ya que castigó a los conspiradores. Sin embargo, Egipto había entrado en una dinámica de decadencia de la que ya no podría salir nunca más. Los libios aumentaban poco a poco sus cotas de poder. Los sacerdotes, especialmente los de Tebas, hacían paulatinamente lo propio. En general, Egipto se desintegró, no sólo políticamente, sino socialmente. Y en esta ocasión, no habría un renacer del antiguo poder de Egipto como había sucedido en otras ocasiones.

Momia de Ramsés III.

Momia de Ramsés III.

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