En el siglo XIV a. de C. Egipto vivió una de las experiencias más revolucionarias de su historia antigua. Amenofis IV rompía con todos los preceptos que habían regido los destinos del país durante siglos, e instaura una nueva concepción teológica. Atón, el dios supremo, se convierte en la divinidad única del Estado.
La antigua religión había sido desbancada por un nuevo culto de inspiración monoteísta. Sin embargo, este proceso revolucionario no afectó sólo a las estructuras religiosas de Egipto. Todos los aspectos de la vida social se vieron envueltos en estos tempestuosos años. El faraón decidió cambiar su nombre, adoptando el de Akenatón. Construyó, incluso, una nueva capital, conocidos sus restos en la actualidad como Tell el Amarna. Hasta los artistas que se afincaron en la nueva ciudad, debieron adoptar las nuevas propuestas teológicas en sus manifestaciones artísticas.
Para comprender la evolución de la estatuaria durante este periodo, comprendido entre los años 1372 y 1350 a. de C., es necesario entender brevemente cuál fue el significado profundo de la revolución teológica planteada por Akenatón. La “herejía” propuesta por Amenofis IV no implicaba la simple sustitución de los cultos a los diferentes dioses por el de una divinidad única y suprema. En cierto modo, aparte de posibles tensiones políticas entre poder civil y religioso, deja entrever una nueva mentalidad y concepción de la vida.
El arte egipcio se ha regido por una serie de cánones imperantes durante largos siglos, cánones a los que los artistas se han visto sujetos. En su concepción artística es fundamental el concepto de maat. En sentido literal es la verdad, pero más bien deberíamos hablar de una verdad entendida como el justo equilibrio de las cosas. Es precisamente este justo equilibrio lo que predomina en las representaciones de las esculturas. Y, precisamente, va a ser la representación más exacta de la realidad como se va a pretender llegar a la plasmación de la verdad entendida como equilibrio. Este realismo no llegó ni a respetar a la figura del monarca. De esta manera, su cuerpo parece muchas veces una caricatura con sus defectos físicos resaltados.
Los historiadores del arte distinguen una clara etapa de transición o de formación del estilo amarniano. Se correspondería con la época en que Amenofis IV fue asociado al trono junto a su padre Amenofis III. En Tebas se han exhumado algunas tumbas donde ya se apuntan las características esenciales de la escultura amarniana. Estos primeros ensayos darían lugar a unas esculturas con un naturalismo exacerbado, que se iría atenuando a lo largo de los años para retomar, al final, las características más suaves que recuerdan la estatuaria clásica egipcia.
En Amarna se ha excavado la casa perteneciente al escultor Tutmosis. Gracias a esta intervención arqueológica se ha podido descifrar el modo de trabajar de los escultores al servicio de Akenatón. Son numerosas las máscaras de yeso recuperadas. En ellas ya se ven las características que nos indican el gusto por un realismo acentuado en la escultura egipcia del periodo. Uno de los ejemplos más sobresalientes es la máscara de un anciano conservada en la actualidad en el Museo Egipcio de Berlín. Sobre sus pronunciadas cejas pueden vislumbrarse las señales de las arrugas de la frente. A este taller debió pertenecer el famoso busto de la reina Nefertiti, conservado en el mismo museo.
Quizá, esta obra es la que mejor representa el nuevo espíritu con el que el faraón hereje quiso dotar a las esculturas de su momento. La viveza de los colores, perfectamente conservados, indica la importancia que el artista otorga a la función religiosa del busto, al que se le otorgaría la vida en el más allá.
La principal característica de la escultura de este momento es el realismo. Es cierto que la estatuaria egipcia tiene como particularidad fundamental, durante todo su desarrollo histórico, una cierta tendencia hacia el naturalismo. Sin embargo, en el periodo de Amarna, este naturalismo se acentúa en gran medida. Para muchos autores, no se trataría de un realismo en el sentido estricto de la palabra, sino de un refinamiento de los detalles individuales de cada individuo figurado. Lo cierto es que los escultores adoptaron los cánones establecidos desde el poder monárquico.
De esta manera, todas las representaciones parecen ser de personajes pertenecientes a la misma familia, tomando como modelo la familia real. El modelado de las formas es muy suave, con una predilección por las líneas curvas que imprimen mayor movimiento a la escultura. De esta forma son muy típicas del periodo las espaldas encorvadas, la aparición de la cabeza como una protuberancia redondeada, o los vientres hinchados, desproporcionados respecto a los brazos famélicos.
Los principales personajes que aparecen en las esculturas son los miembros de la familia real. Principalmente, los ejemplos conservados nos indican una gran cantidad de estatuas y retratos pertenecientes tanto a Akenatón como a Nefertiti. Esta tendencia continúa, en cierta medida, las estatuas que plasmaban al faraón Amenofis III y a su esposa la reina Tiyi ya con cierto grado de realismo.
En cuanto a los temas, apenas se perciben claras diferencias respecto a estatuas de periodos anteriores. No son tan distintas como las de la IV Dinastía. Suele tratarse de la representación de personajes de la realeza o de la nobleza, con unas características similares. Por ejemplo, el rey sigue apareciendo a gran tamaño, con el pie izquierdo ligeramente adelantado, mientras que su acompañante la reina, más pequeña, tiene los pies juntos. Tan sólo podríamos apuntar pequeñas distinciones en los detalles, que nos indican que hay un mayor gusto por lo cotidiano, lo natural. Así, el faraón ya no se representa exclusivamente con el sudario osiriano, sino que puede aparecer con ropajes de realeza en momentos cotidianos de su vida diaria.
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