A mediados del siglo XIV a. C la XVIII dinastía del Imperio Nuevo daba sus últimos coletazos. Al morir Amenofis III, era su hijo mayor, Tutmosis, quién debía subir al trono de Egipto pero su prematura muerte daría la oportunidad a otro hermano, Amenofis IV, de recibir el título de último faraón de la saga.
Aunque en un principio compartiera trono con su padre, nada más ser coronado se convertiría en el protagonista de uno de los capítulos más brillantes del imperio egipcio. Se ha llegado a decir entre los estudiosos que este faraón no fue buen político ya que abandonó las relaciones exteriores y se negó a prestar ayuda a sus aliados en un momento de gran tensión.
El contexto en que se vio inmerso el reinado de Amenofis IV implicaba una grave amenaza ya que en este momento los hititas, mediante una gran alianza contra Egipto, no cesaban en su intento por ampliar sus territorios sin encontrar apenas resistencia por el Próximo Oriente.
La despreocupación manifestada por Akenatón tanto para la defensa de Siria como de Palestina, provocaría que ambos territorios cayesen en manos de este pueblo invasor llevando a Egipto a una situación marcada por el declive militar y territorial; problema que heredaría y solucionaría el general Horemheb, quien finalmente llegaría a ser rey. Una vez repelido el ataque y expulsado al pueblo de los hititas de Egipto, la peste sumergiría al pueblo egipcio en la penuria y Akenatón abandonaría totalmente su cargo delegando la política exterior en manos de sus colaboradores.
Sin embargo, fue el mismo Amenofis IV el artífice de una revolución religiosa que comenzaría con unas acciones en contra la tiranía ejercida por los sacerdotes de Amón y continuaría con la sustitución de la religión politeísta tan extendida por todo Egipto desde tiempos inmemoriales y que estaba basada en el culto a Amón y a otras deidades egipcias.
Su primer paso fue dar orden de cerrar todos los templos y quitar a los sacerdotes los privilegios, además de confiscarles todas las posesiones de los templos.
Considerado como el primer monoteísta, Amenofis IV llegaría a implantar una nueva religión con una única divinidad: Atón (el Sol); este culto estaba basado en la expresión de gratitud hacia la deidad solar ya que la creencia era que debido a su energía en forma de calor todo lo que habitaba sobre la tierra cobraba vida.
En el momento en que Amenofis IV decide iniciar esta revolución, primero, decide cambiar su nombre, Amenhotep («Amón está satisfecho») por el de Akenatón («el servidor de Atón»), y segundo, decide buscar el apoyo de Heliópolis para iniciar su dura batalla contra el clero de Amón el cual había alcanzado cotas insospechadas en el poder político.
Esta profunda reforma religiosa de la que nos estamos haciendo eco estaba centrada en torno al culto al dios Sol (Atón) y en donde la figura del faraón se identifica como hijo de una presencia de origen sobrenatural, divina e inmortal y, al mismo tiempo, presente para siempre. Únicamente el faraón era conocedor de la doctrina del culto a Atón, él era el que la interpretaba y la transmitía a los discípulos y sus más característicos preceptos en esta nueva fe eran el del amor a la naturaleza, la alegría de vivir y el pacifismo.
Como sumo sacerdote del dios único, Atón, no aceptaba la autoridad del sumo sacerdote de Amón por lo que no tardaría en suprimir también el culto a Osiris, ya que el destino en el Más Allá dependía únicamente de la lealtad al faraón.
A pesar de la fuerte reforma religiosa, el pueblo seguía adorando a los dioses antiguos y parece ser que ni la creencia de que Atón era el dios universal, creador de todas las cosas y anterior al mundo, pudieron arraigar en las creencias del pueblo más llano. Una prueba fehaciente la encontramos en la numerosa producción arqueológica que de este periodo se ha recuperado y entre la que destacamos las estatuas de otras deidades como la de Bes.
La importancia de estos acontecimientos también se puede constatar en el mundo del arte ya que infinidad de representaciones en palacios, pirámides… nos hacen partícipes de este nuevo culto y de la importancia de la creencia de un solo dios universal. La figura del faraón es, además, representada con un símbolo característico sobre su cabeza, el sol con sus rayos como símbolo de iluminado y con posturas menos heréticas y a partir de técnicas más evolucionadas.
A su muerte (1362 a. C), el último heredero legítimo de la dinastía, Tutankhatón, conocido como Tutankhamon, adoptaría de nuevo el culto a Amón recuperando los antiguos cultos egipcios, devolvería a los sacerdotes el importante y prestigioso poder del que antes disfrutaban y consideraría la anterior manifestación religiosa como herética siendo ésta perseguida.
Apenas 20 años había durado el periodo que causaría la más crítica situación en que se vio inmerso el imperio egipcio en su Historia, sus largas secuelas no serían remendadas hasta el reinado de Ramsés II.
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